El tiempo vuela y Mike se ha hecho a mí. Le gusta mi sonrisa. En el camino al acantilado deambulamos en silencio. Y Mike me abraza. Siempre lo hace, me abraza en el medio del camino. ¿A dónde vamos hoy?, no sé, responde. Es fácil estar con Mike. Es buen guía cuando nos perdemos, a pesar de estar en lugares desconocidos. Las agujas que sobresalen a lo lejos son buenas guías, allí donde residen las gárgolas…, me dijo en una ocasión. Entonces subimos por unas escaleras… estrechas y humedecidas por la lluvia. Y en cada escalón que ascendía resonaba en mí el eco de sus pasos. ¿Me he hecho yo a Mike? Me gustas tanto, me dices a veces. Y me abrazas. ¿Para cuándo daremos el gran paso? No lo sabes. Ni yo tampoco. A veces siento que nuestros pasos son de cristal, frágiles y en ocasiones chirriantes al rozar el suelo. Pasos pequeños e ingenuos. El cristal tiene doble cara, le dije una vez. Si miras a través de él es nítido y claro pero al tocarlo es frágil si se trata mal. Y difuso si está empañado. En las frías noches de invierno te veía así. Difuso tras los cristales empañados que me alejaban cada vez más de ti… Pero Mike no suele durar mucho en las despedidas. Ni yo tampoco. Nos distanciamos tan pronto como nos acercamos. Y después volvemos a empezar. De vuelta a casa siento que echo en falta algo. Y al percibir la luz matutina siento que he perdido parte de mí. Parte de mi yo alegre en su compañía [...]
«Linda sonrisa, tristes
ojos»