«¿Dónde está la belleza? Allí donde tengo que querer con toda voluntad; allí donde quiero amar y sucumbir para que una imagen no se quede sólo en imagen»
El paisaje invernal envuelve la historia que se narra
en la película de J.C. Chandor: la nieve en los campos, las carreteras heladas,
el frío que hace que los protagonistas se tengan que arropar con largos
abrigos… Todo ello conforma una gélida atmósfera que nos hace sentir la hostilidad
con la que han de lidiar los personajes. Así, la película transmite la
sensación de inseguridad que uno tiene cuando cae preso de circunstancias
adversas. El protagonista, encarnado por Oscar Isaac, se ve obligado a luchar
con todas sus fuerzas para evitar que su negocio se venga abajo, manifestando
así su debilidad. Esa vulnerabilidad se hace visible cuando la luz dorada de la
mañana ilumina el pálido rostro del hombre de negocios, el de su esposa y
también el de los trabajadores, mostrando lo indefensos que son cuando avanzan,
a pie o conduciendo, en un mundo en el que en cualquier momento pueden recibir
un golpe fatal, trayendo consigo heridas físicas y pérdidas materiales. Además,
saldrán a la luz heridas morales, debidas a la dificultad de mantenerse al
margen de la corrupción, de ser íntegro y justo.
La casa a la que se mudan el protagonista y su esposa parece
estar en medio de la nada, y la sobriedad de su arquitectura y de la decoración
hace que parezca un hogar vacío, sin vida. A lo largo de la película, se
exploran algunos recursos que ayudan a definir a los personajes, como el uso
frecuente de primeros planos que hace que nos fijemos en la experiencia del
protagonista, en su búsqueda de una salida del problema en que se halla. Al
igual que le sucedía al protagonista de Inside Llewyn Davis, hay una serie de idas y venidas, un viaje para huir del fracaso
que le pisa los talones. Buscando ayuda de distintas personas, intentando
mantenerse fiel a su código moral, el protagonista no entiende las preguntas
que le hacen: «¿Para qué haces todo esto?, ¿por qué quieres todo esto?». Estas
cuestiones quedan en el aire, y la tensión que progresa lentamente otorga la
oportunidad de reflexionar sobre ello. Él sólo tiene ojos para el lugar del que
desea apropiarse, un almacén con depósitos en el muelle del río, clave para
hacer que su negocio prospere. Desde ahí hay unas vistas impresionantes de la
ciudad dorada de los sueños y del éxito, Nueva York.
En los ojos serios del protagonista vemos cómo se tambalea
la confianza de que pueda alcanzar todo lo que quiera, y aún más, hacerlo sin
ensuciarse las manos. Sentado en su coche, se siente impotente al escuchar las
noticias de los ataques a los camiones de su empresa. No puede ofrecer ninguna
seguridad a la víctima de los ataques, y por eso, cuando escucha su confesión
de vulnerabilidad, no puede más que decirle que está bien que se sienta así
porque todos somos vulnerables. La música hace que la historia del protagonista
adquiera dimensiones trágicas, y el espectador levanta la mirada junto con la
cámara cuando va de un primer plano a una perspectiva desde un punto más alto,
ofreciendo una visión de toda la carretera, más personas, vehículos, y de la
ciudad a lo lejos…
A lo largo de la película, los colores claros de la
fotografía crean una placentera sensación de paz y de suavidad, en contraste
con la oscura realidad de la brutalidad de la que hacen uso los hombres. Pero
aunque el color blanco hace pensar en la inocencia y la nieve es un manto que
parece renovarlo todo, cuando finalmente es manchada por los oscuros líquidos
de la sangre y del petróleo, no hay manera de cubrir la huella del precio que
ha costado el éxito. La sombra de lo perdido oscurece la ganancia.
«Y llega
el domingo. Con la mente adormecida después de una larga noche, no consigo
enderezar mi cuerpo; ni levantar las piernas, entumecidas bajo las sábanas. El
despertar es raro, como un estado intermedio entre dos sueños. Mis ojos
parpadean lentamente, observando la habitación. Casi a punto de cerrarse, los
abro de nuevo. Y ahí está la mancha, sobre mi cabeza. Ya ni me acordaba de ella. Qué extraña
sensación volver a verla después de tanto tiempo. Y qué profunda desazón al
notar el vacío en el silencio.
Parece que
fuera a llover, sopla con fuerza el viento. Pero no llueve. Tan sólo amenaza el
gris del cielo. Así me siento al
despertar, como una nube de recuerdos que no descarga. He acumulado tantos en
estos años que no he podido darles salida. Pero, ¿cómo hacerlo si aún formabas
parte de mi presente? Ahora me doy cuenta. No puedo rescatar ninguno sin que
estalle la tormenta.
Ojalá
retornara mi yo infantil, ojalá renaciera aquel anhelo. Pero el rastro más
cercano que tengo pasa por tu recuerdo. Entonces lo cotidiano se hacía ligero;
fresco como una llovizna de verano que sorprende lejos de casa… y que al
regresar vivifica la sensación de refugio. Con mis miedos ocultos bajo la manta
y tus manías a los pies de la cama, cubríamos la mañana de pequeñas reflexiones.
Lejos quedaba lo trivial bajo la luz de la persiana a medio subir.
Ahora recae sobre mí, no tan embellecido. Más
próximo a atraparme, no consigo ir más allá de este momento. No consigo
deshacerme de esta sensación de domingo».
«¿A qué
sabe este día?», me preguntaba un
domingo al dar rienda suelta a mis pensamientos. Encontré varias acepciones en
mi diccionario interpretativo, de entre las cuales había una en particular que
resultó curiosa: sabe a «despedida». La semana echa el cierre y llega la última
parada. Toda la vitalidad y energía de los días anteriores decae en una pereza
y desazón que adormece el cuerpo y atonta la mente. La voluntad duerme la
siesta, pero no la sensación de rutina. Es entonces cuando se echa en falta
algo, no se sabe muy bien qué, pero algo que ayude a superar esa inquietud; tal
vez una pequeña distracción, un detalle que marque la diferencia entre estar bien y sentirse bien. Surge de repente el deseo de encontrar un pequeño
placer que le ponga a uno en sintonía consigo mismo. O dicho de otro modo, algo a lo que nos podamos sentir
vinculados. Y la compañía de una película, de un libro o de la persona querida,
se agradece.
En
circunstancias similares me encontraba un domingo al reflexionar sobre la
película que había visto la noche anterior. Tenía la sensación de que no había
entendido nada, de que era tan rara que aunque la volviese a ver otras veces no
la comprendería. Eso sí, los personajes me parecieron muy entrañables.
Muchos
domingos después y en plena relación, volví a ver Eternal Sunshine of the Spotless Mind. Esta vez, lo hice acompañada.
El ambiente cálido y relajado en el que me encontraba me preparó para a sentir
la frescura de una nueva interpretación. No se mostraba ya como una amalgama de
escenas y situaciones que me costaba un mundo seguir. En esta ocasión, con la
sensibilidad agudizada, atisbé la incipiente desconexión entre dos personajes cuya
fragilidad escondían bajo una fina capa de hielo. Corría el riesgo de que esta
se rompiera en cualquier momento pero ambos, dejándose llevar por el calor del
momento, se adentraban cada vez más en el laberinto emocional del otro. Caminaban
a tientas entre paredes inestables, movidos por una vaga curiosidad que
incitaba a un encuentro tan fugaz como el destello que alumbraba los pasillos
por los que discurrían vacilantes. «Y todo esto, ¿para qué?» me preguntaba
afligida, mientras veía cómo se empujaban mutuamente al estanque del olvido. Guiados
por un tímido entusiasmo, habían creado juntos un microcosmos, fruto de la
complicidad y espontaneidad de un vínculo que se hacía cada vez más estrecho. Tan
estrecho que ante la falta de movimiento para mantenerlo con vida, corría
peligro de colapsar. Y fue así como, ante la inactividad y la monotonía, la
relación fue perdiendo el pulso, hasta morir de hipotermia en manos de la
aciaga rutina.
Después
de contemplar este proceso destructivo durante dos veces (encuentro – ilusión –
convivencia – monotonía – desgaste – cansancio), experimenté un abanico de
sensaciones. Lo que hasta entonces había entendido por «rutina» adquirió un
nuevo sentido. Miré a mí alrededor y comprendí lo que acababa de ver en la
película: una versión de la rutina de la que ya formaba parte.
Me
invadió la tristeza; aquella dosis de realismo me había conmovido. Y me dejé
vencer por la inquietud. No me asustaba que algún día terminara la relación, lo
que me apenaba profundamente es que se perdieran los detalles y características
que la singularizaban: la peculiaridad de esas pequeñas cosas que sazonan el
día a día.
Guardo
algunas en la memoria que hoy recuerdo con nostalgia. Aún conservan el
esplendor de lo efímero, de aquello que hace olvidar (aunque sólo sea por un
momento) la sensación de domingo.
Como apunte final, me gustaría compartir una canción que me hace recordar la película. Por la letra y la melodía encaja fielmente con lo que muestra: melancolía, nostalgia, recuerdo...